Rue Abou Abbas El Sebti, Marrakech, 40000, Marruecos. (royalmansour.com).
Hay veces que se necesitan palabras para dar sentido a las imágenes. Pero en otras ocasiones, las imágenes hablan por sí solas… Eso le pasa al hotel Royal Mansour (Marrakech). Si este post se compusiese simplemente con un par de fotos de este magnífico espacio, sería más que suficiente para despertar el espíritu “wanderlust” tan de moda.
Según aterrizas en Marrakech, unos apuestos galanes te escoltan desde el aeropuerto (incluso traspasando la barrera humana común a la salida para chequeo de pasaporte) hasta una limusina. No es porque te consideren Justin Biebers, este servicio está incluido en el precio de la habitación, por tanto todos los hospedados disfrutarán del mismo tratamiento. Según llegas al hotel, el ocre de los edificios (en este caso suites) en contraste con el profundo azul de los cielos marroquís, esos detalles ornamentales tradicionales que presumen de ser repujados a mano, el olor a azahar tan andalusí, las puertas de cedro y las celosías musulmanas, te sumergen en un profundo síndrome de Stendhal difícil de controlar.
Cuando llegué al spa, una algarabía de mariposas y luces de colores parecían revolotear a mi alrededor. No, no era el protocolo wellness, seguía siendo esa sensación de flotar en un espacio que no parecía de este mundo. La entrada al spa, con su celosía blanca de hierro forjado, rinde homenaje a la arquitectura Mashrabiya. Qué nombre tan apropiado… Líneas entrecruzadas que originan formas estrelladas y poligonales, un juego geométrico que ha traspasado la funcionalidad para convertirse en el lenguaje de la arquitectura musulmana.
Los datos: 2.500 m2, 13 salas de tratamiento con tres suites privadas, dos hammam y una piscina watsu, entre otras instalaciones. Mi tratamiento: el tradicional hammam. Me adentraron en una impoluta y minimalista sala de mármol blanco templado. Mi Kessel, que así se llama la terapeuta hammam, me dijo que me tumbara en el suelo marmóreo durante unos minutos. En esa época yo pesaba unos cuantos kilos menos, por tanto, la sensación de notar cómo se clavaban mis huesos en la rígida superficie, no fue muy agradable. Pero es verdad que el calor pronto obró de las suyas y me hizo sentirme como de plastilina. Maleable. Al rato mi Kessel llegó con un guante (Kesa) y un bonito cuenco con jabón negro artesano.
No había música de fondo. Ni los clásicos reclamos de aves ni arroyos zigzagueando entre colinas. Aquí solo se escuchaba el gorgoteo de la fuente, el burbujeo del jabón y el raspado del kesa. He de confesar que en un principio la sensación no fue relajante. De pronto vi cómo legiones de pelotillas de color negro resbalaban de mi cuerpo. –is it my skin?, pregunté aterrorizada a mi Kessa. –Yes, it is. Me respondió ella… Está claro que la acción del jabón negro y la exfoliación del áspero guante, hicieron su labor aniquilando la miríada de células muertas que albergaba mi piel. Me sentía aún más delgada. Con unos gramos menos…
Después mi Kessa se dirigió a la fuente que había en la sala y empezó a llenar y vaciar los cuencos de plata con agua templada. Ese sonido fue absolutamente hipnótico. Mucho más que el gimoteo de los pájaros o el ronroneo de los ríos. Al cabo de unas cuantas llenadas y vaciadas, vino hacia mí y derramó el agua templada sobre todo mi cuerpo. Una y otra vez. Me hizo recordar mi infancia y cómo mi madre me echaba jarras de agua en la bañera para lavarme. Esa sensación maternal de ser purgado te hace asir aún más tus propias raíces. Gloria celestial. No hizo falta nada más para entrar en estado de coma corporal. El ritual terminó con un refrescante té de menta velada por las celosías níveas. Como una Sherezade en una de sus mil noches…
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